20 de enero de 2016

Rosario, una ciudad para admirar desde el río

El barco “Ciudad de Rosario 1°” recorre todo el frente costero de la gran urbe del sur santafesino y atraviesa el fascinante sector de islas y riachos que conforman el delta entrerriano.

Un diminuto remolcador sale disparado, como una flecha desbocada, para empujar una barcaza que carga combustible. El tajo recto que se dibuja en el centro del río estremece las aguas del Paraná a todo lo ancho y en su avance firme –con el caudal a punto de rebalsar– hacia el sur. Junto a la orilla del Puerto Fluvial de Rosario, el barco Rosario 1° empieza a bailotear mientras calienta motores y la mole de piedra del Monumento a la Bandera deja de ser el blanco inmóvil, servido en primerísimo plano, al que los pasajeros apuntaban con sus cámaras de fotos.

Con el inicio del periplo embarcado, el emblema mayor de la ciudad del sur de Santa Fe irá mermando su presencia protagónica a estribor hasta desaparecer de la panorámica. Durante dos horas, el paisaje urbano de la ciudad mutará en un perfil notoriamente más natural, trazado por los vericuetos del largo collar verde del delta entrerriano. Se cuentan de a miles los rosarinos habituados a encontrar allí descanso y aire fresco y desandar sus tiempos de ocio.

La primera imagen decididamente disruptiva con la gran urbe la brinda un certero golpe de timón. El barco rosarino –fabricado aquí con mano de obra, materiales y capitales locales y botado en 1971– acaba de bordear la boya que señala el límite interprovincial y el sector más profundo del río y empieza a perforar el espeso manto verde de la isla del Espinillo. Si en tierra firme la costa era una delicada franja vegetal que se abría paso entre el agua amarronada y los rascacielos, aquí reina un compacto ovillo de troncos, ramas y hojas tejido por ceibos, enredaderas, aromitos, espinillos y timbóes.

Ni siquiera quedan huellas a la vista del sitio que eligió Manuel Belgrano para erigir uno de sus dos batallones y enarbolar la bandera celeste y blanca en 1812. Dos grandes desbordes del Paraná se encargaron de recubrir la isla de punta a punta y arrasar con las escasas señales que alcanzó a dejar la presencia humana.

A la altura del sector Boca de los Marinos, donde confluyen tres escuálidos brazos del Paraná, el capitán baja la velocidad para virar suavemente a babor y navegar el arroyo Lechiguana, el sombrío portal de acceso al paraje El Charigüé. Entonces, el relato florido de la guía incorpora nuevos colores, personajes inevitablemente entrañables, historias simples y sonidos. Advertidos, los pasajeros dejan de lado su arsenal de mates, cámaras, bebidas y sándwiches, apurados por clavar la vista en la secuencia de imágenes cambiantes que se cuela por las ventanillas.

Mojones en el camino

“Observen a su derecha el muelle del Club Náutico Rosario, fundado en 1927. Ahora estamos pasando por la casa del famoso pescador Meno. Después podrán ver una escuela de chapa de más de 80 años, la vivienda del baqueano Beto Simón y el antiguo Parador de Doña Hortensia”, subraya Haydée Oficialdegui. El Rosario 1° suelta un sonoro bocinazo, que es devuelto con saludos a mano alzada por parte de un puñado de pescadores y bañistas estirados sobre muelles flotantes de madera.

Un amplio círculo de camalotes aporta su belleza verde fosforescente para la atmósfera serena y propone una sugerente antesala del atelier de Raúl Domíngez –conocido en estos parajes semiocultos como “El pintor de las islas”–, una casita de madera pintada de anaranjado y construida sobre palafitos, que fue transformada en museo.

El sonido permanente de los pájaros, esporádicamente desplazado por el vozarrón de Mercedes Sosa, musicaliza la excursión. Acompaña sin estridencias la vista de la escuela Leandro N. Alem, el Parador de Taco (célebre por sus panes caseros y el pan dulce) y la despensa El Caburé. La guía sugiere acallar las voces para poder apreciar las melodías de la naturaleza y los viajeros –repartidos en el salón cubierto, la terraza, la proa y la popa– cumplen sin chistar. Se escuchan trinos de biguáes y los pasos de carpinchos y lobitos de río.

Es un momento mágico, un rato para reconfortar los sentidos que es interrumpido por la frenética carrera de una lancha a motor. El bólido acuático remueve todo lo que encuentra en el riacho La Invernada y, finalmente, se mimetiza con las ostentosas embarcaciones que se mecen ancladas junto a un grueso banco de arena formado frente al recreo El Pimpollar.

Del otro lado se agigantan las columnas del puente a Victoria (Entre Ríos) y Rosario vuelve a copar la escena con sus torres rectilíneas de hormigón y cristal. Por unos minutos, los dos perfiles de la ciudad se dan la mano en una repentina coincidencia: a la derecha, en un claro del frente costero de la ciudad, las sombrillas clavadas en las arenas de la playa La Florida –amenazadas por la crecida del Paraná– replican la serena atmósfera que exhiben exactamente enfrente los recreos de la isla La Deseada.

El fugaz espejismo sucumbe poco a poco, al ritmo cansino del barco, que apunta hacia el muelle de desembarco. Sin ocultar su rostro natural –que acompaña desde el flanco izquierdo–, Rosario vuelve a tornarse desmesuradamente monumental con la chimenea de la Usina Termoeléctrica, los silos cerealeros reciclados como Museo de Arte Contemporáneo, el Complejo Cultural Parque de España y el Parque Barraca Victoria. “Rosario siempre estuvo cerca” canta Fito Páez, cuando los últimos arrestos del sol trazan imponentes siluetas inmóviles en la costa. Lentamente, la ciudad y el río se preparan para exhibir su versión nocturna.

Fuente: Clarín