1 de octubre de 2018

Las primeras espadas de Rosario cuentan el oficio de escribir

Cultura y Libros reunió a Marcelo Britos y Javier Núñez para que cuenten cómo es escribir desde el interior.

En un encuentro hecho más de acuerdos que de disidencias, los narradores Marcelo Britos y Javier Núñez aceptaron compartir un café para hablar del oficio de escribir, y de algunos de los temas que lo circundan. Dueños de una obra narrativa cimentada en la calidad, coinciden en rechazar la etiqueta de "escritores rosarinos" que suele utilizarse de manera equívoca desde el llamado centro de la escena literaria nacional. No es un problema de identidad ni una cuestión de formas. Es, más bien, una lógica reduccionista que evitan replicar, un lugar común que se niegan a ocupar. "Esta cosa del escritor rosarino no me termina de cuadrar, porque es como repetir el karma de la centralidad y la periferia", opinará Britos. "Soy un escritor que vive y escribe desde acá como podría hacerlo desde cualquier otro lugar", dirá Núñez.

A cierta distancia del resplandor irisado que entra por los ventanales del enorme salón, dejándose envolver por la luz artificial de las lámparas del bar El Cairo, Britos y Núñez se brindan a la charla con un gesto reflexivo y atento, y entregan respuestas sin barniz.

 

—Entre La risa de los pájaros y La feroz belleza del mundo y entre Los dogos y Mickey en Brandenburgo. ¿Qué cambió en ustedes?

—Javier Núñez: Creo que cambiaron unas cuantas cosas. Quiero creer que crecí, y no solo como autor. Han pasado casi diez años entre un título y otro. Hubo exploraciones y búsquedas nuevas, y quizás cierta evolución entre los intereses que me llevaban detrás de alguna historia en aquel momento y lo que me motiva ahora. En los primeros cuentos, había algo que tenía que ver con historias de impacto, más vinculadas a cuestiones de trama. Hoy me interesa más el sentido que dejan los textos. No sé si he pensado tanto en cómo me siento en relación con el autor que era. Sí puedo notar otra seguridad a la hora de escribir, por ejemplo. Encontré otra soltura.

—Marcelo Britos: Es impensable que no cambie una expresión artística cuando el mundo está cambiando permanentemente. Sería frustrante, para mí, intentar repetir una fórmula o algo en lo que me he sentido cómodo. Le tengo muchísimo miedo a eso; sobre todo después de la novela A dónde van los caballos cuando mueren. En cambio, Mickey en Brandenburgo es una recopilación de crónicas. No hubo un proyecto orgánico, sistemático, tuvo más que ver el editor. Con respecto a los cambios que percibo, es algo parecido a lo de Javier. En un principio, la búsqueda estuvo orientada a un efecto; después uno va buscando otro tipo de sentido en lo que hace. Ahora estoy experimentado mucho, buscando otra cosa, buscando qué. Hasta el día de hoy no lo he encontrado, y no me pone mal.

—¿Forma y contenido van de la mano en el proceso creativo de cada uno de ustedes?

—MB: Lo pienso como algo integral. La construcción estética es esa integridad. Después, no siempre se logra. En lo que escribí, noto más fondo que forma, por esta especie de desesperación de querer decir algo. Pero trato de pensar los dos problemas en un sentido integral.

—JN: A mí, particularmente, no me interesa la forma sin el contenido. No me imagino apuntando a un texto donde me limite a la forma o a lo experimental. Me gusta contar historias, y trato de que transmitan algo. Creo que las preocupaciones de forma y contenido van de la mano.

—¿Necesitan saber a dónde van cuando escriben?

—JN: Yo sí. Necesito saber, más o menos, hacia qué lado quiero ir con el texto. Tampoco es que quiero algo estructurado, porque si no nunca voy a disfrutar del recorrido. Necesito, también, algún margen de improvisación y de misterio; que ese rumbo inicial me quede siempre abierto a perderme o desviarme en el camino.

—MB: Completamente de acuerdo. No agregaría nada, porque es exactamente igual. Por lo menos en el cuento necesito un principio, un final y la libertad suficiente para la subtrama. En la novela, depende de cómo sea el proyecto. Hay que tener cierta libertad, pero, como dice Javier, saber siempre adónde ir. No creo que los textos se escriban solos, ni que los personajes se manejen solos; esa independencia de la ficción yo no la creo.

—Hebe Uhart suele decir que en literatura los finales son lo más difícil. ¿Qué creen ustedes?

—JN: No sé si lo más difícil, creo que son fundamentales. Pero también creo que hay momentos en los que encontrás un final ineludible, algo así como el único final posible para ese texto que vos construiste. No quiere decir que sea fácil, pero me parece que, a veces, es más difícil arrancar el cuento que terminarlo. Lo estoy pensando desde el lado del cuento.

—MB: Depende de qué se tenga entre manos. El final tiene que ver con el principio; en el medio está el tema. Creo que el escritor que habla sobre su método o la construcción de su oficio, en algún punto ficciona. Si vos leés ese libro hermoso de Sthepen King que se llama Mientras escribo, te das cuenta de que hay una ficcionalización del oficio. Creo que lo de Hebe es parecido. Hace unas semanas tengo un cuento en la cabeza y estoy dedicando mucho tiempo a pensar en cómo empezarlo, más que en el final. Pero depende del caso.

—En la apertura de la Feria del Libro, Claudia Piñeiro se refirió al tema del escritor como trabajador dentro de la industria. ¿Tienen alguna posición al respecto?

—MB: Pienso en la discusión que proponen algunas editoriales acerca de la profesionalización del escritor, de que es imposible trabajar de escritor. En algún sentido, es cierto, porque hoy, para tener un sueldo más o menos digno, el autor tendría que vender sesenta mil libros al año. ¿Quién vende esa cantidad? Nadie; debe haber tres o cuatro escritores que vendan eso. Se lo escuché decir a Damián Ríos, uno de los directores de Blatt&Ríos. Creo que nadie puede vivir de la escritura, pero sí podemos hablar de una profesionalización del escritor con determinadas condiciones. Por ejemplo, tendrían que existir modelos de contrato dignos para firmar con las editoriales; el Estado argentino tendría que regular. También podría existir un rol mucho más responsable y activo de la Sociedad Argentina de Escritores. Tendría que salir la ley del libro. Me parece que pasa por ahí la discusión. No podemos legitimar la pauperización de nuestro oficio, hay que tener cuidado con las trampas del neoliberalismo.

—JN: Aparece mucho esto de hacer algo épico o romántico de la precarización. Entendemos las dificultades que hay del lado editorial, pero muchas de las cosas que se reclaman tienen que ver con reglas claras para todos. No es una cuestión exclusiva de "queremos que nos paguen adelanto", sabemos que eso depende de la cantidad de libros a editar. Pero si estás haciendo una actividad comercial, como vender un libro, la parte que le corresponde al autor tenés que pagársela. Por otro lado, al no haber un gremio ni asociaciones que nos amparen a todos, es muy difícil pelear un contrato editorial. Cuando te lo dan, básicamente, tenés que cerrar los ojos y firmar. Después, con el tiempo, podés ir peleando algunas cosas, pero es muy difícil cuando la pelea es individual. Creo que hace falta asesoramiento para los escritores a la hora de firmar un contrato, renovar la ley del libro y dar un debate serio. Nadie quiere que los editores independientes dejen de editar. Pero me parece que es un debate que nos debemos todos, no debería asustarnos.

—En aquel discurso Piñeiro se preguntaba, también, de qué manera interviene un escritor en la sociedad. ¿Qué piensan ustedes?

—JN: Creo que intervenir es, de algún modo, una necesidad que tenemos todos, cada uno desde su lugar. La intervención que podemos hacer, a veces, es a través de la escritura, y en otras ocasiones, mediante un posicionamiento con determinadas declaraciones. El compromiso puede darse, también, por fuera de la obra. No creo que siempre y necesariamente tenga que darse a través de la obra. En cualquier caso, celebro que se puedan dar ese tipo de posturas.

—MB: Escribir es intervenir. La literatura y todo arte es transformador. Me acuerdo de la discusión de Camus y Sartre con respecto a la responsabilidad del intelectual ante las transformaciones del mundo. Es una discusión que se va reeditando, que permanece. ¿Hasta dónde llega la responsabilidad del intelectual? Desde esos momentos de máxima exposición, como en el caso de Claudia, hasta ese otro, de la publicación silenciosa de un libro, hay un posicionamiento. Me parece que es imposible escindir esas dos cosas, o por lo menos es imposible cuestionarle a alguien su falta de compromiso desde la literatura. El arte transforma. Me parece que hay que empezar desde ese piso. Creo también que un intelectual, sobre todo en un lugar como el de Claudia, hace una diferencia muy grande al involucrarse en este tipo de cosas. En Rosario, la gran mayoría están comprometidos y uno se siente cómodo.

—Volviendo a la obra de ustedes, ¿los premios internacionales que recibieron las novelas A dónde van los caballos cuando mueren y La doble ausencia, fueron una especie de legitimación? ¿Les abrieron puertas?

—MB: Yo pienso esto: todo premio es arbitrario. Responde al juicio de un jurado, y el juicio de ese jurado responde a una época, incluso a los procesos que se están discutiendo en ese momento en el lugar del premio. A dónde van los caballos cuando mueren fue premiada en México. Seguramente no iba a ser premiada en Argentina, y eso no es casualidad. Sirvió para darle un empuje al trabajo que venía —y vengo— haciendo; pero todavía me considero un autor incipiente. Es cierto que abre puertas que, de otra manera, no se abren, y facilita algunas cosas. Y no me refiero a lo económico, sino a un cierto lugar que no tenés hasta que el canon te considera aprobable por recibir un premio. El canon editorial es muy complejo.

—JN: En mi caso, el premio por La doble ausencia generó posibilidades que antes eran de difícil acceso. Algunos contactos editoriales, por ejemplo. Hasta ese momento solamente había publicado La risa de los pájaros; fue prácticamente una edición de autor. En ese momento, además, estaba en la etapa final de preparación de Praga de noche. Después del premio, empecé a mover otros textos, incluso a escribir y publicar para algunos medios. Se transforma en una suerte de carta de presentación; no te abre todas las puertas, pero te ayuda. De todos modos, a pesar del premio, la sensación es que cuesta mucho lograr que te presten atención las editoriales de Buenos Aires que podrían garantizarte otro tipo de circulación.

—MB: El encanto se difumina en la General Paz, digamos... En la General Paz, te transformás en provinciano automáticamente. No importa si ganaste el Príncipe de Asturias.

—¿Te referís al problema de la relación entre Buenos Aires y el interior?

—MB: Es un problema que arrastra la cultura argentina hace mucho tiempo y no tiene solución. Tiene que ver con lo que decía Ángel Rama en La ciudad letrada. Las ciudades latinoamericanas fueron creadas según el modelo barroco español de ciudad puerto, todo debe salir de ahí. Digamos que es casi una cuestión metafórica... En la actualidad, el problema con respecto a las ideas de centralidad y periferia, se aplica a cualquier expresión cultural, no solo al mundo de las publicaciones. Las editoriales más grandes, las distribuidoras más importantes y la crítica que canoniza están en Buenos Aires. A Selva Almada la tuvo que reconocer Beatriz Sarlo para poder editar en Buenos Aires. Mariano Quiroz, hasta que no fue a Buenos Aires, no ganó el premio Tusquets. Quiero decir, son excelentes escritores, no pasa por un tema de calidad literaria, pero se tuvieron que ir a Buenos Aires. (Federico) Falco lo mismo. Mempo (Giardinelli) también es un tipo canonizado por Buenos Aires. A los porteños les molesta muchísimo esta discusión; ellos consideran que es una discusión saldada, por ejemplo, con Saer. Pero sigue pasando. Llegar al canon de Buenos Aires es un verdadero problema. Este problema endogámico atraviesa gobiernos, épocas. Otros países lo solucionaron, pero nosotros todavía lo tenemos.

—JN: Coincido plenamente con lo que marca Marcelo. Es muy difícil que la calidad por sí sola venga a resolver el problema cuando choca contra ese tipo de cuestiones. El noventa por ciento de los libros que se editan en el país está concentrado en Buenos Aires. Lo que se edita por fuera de Buenos Aires es invisibilizado por temas de editoriales y por tema de críticas. Lo que falta es una mirada que abarque todo lo que pasa más allá de la General Paz. La calidad literaria por sí sola termina luchando contra las reglas del mercado. Se pueden encontrar casos excepcionales o puntuales, pero son casos en los que se da la vuelta y entrás por otro lado. Saer, por ejemplo, saltó Buenos Aires, vino de afuera, entró desde Europa. Y los casos que nombró Marcelo son un montón de autores del interior que primero tuvieron que pasar por Buenos Aires para obtener legitimación.

—MB: Quiero dejarlo claro, a mí me parece que el que llega es por algo. El canon no inventa escritores; sí los ubica en algún lugar de la biblioteca, o impone —a veces de una manera arbitraria— algunas modas y formas de escribir. Pero la calidad literaria puede quedar invisibilizada según el lugar que ocupás en el mapa. Y no es solo una cuestión de funcionamiento del mercado. El canon académico también es así. Un estudiante no va a hacer su tesis sobre Javier Núñez o Marcelo Britos o Eduardo D'Anna. Ojalá, pero no. La hacen, generalmente, sobre uno de los autores canonizados.

—¿Hablás de una supuesta deuda de la Universidad en relación con los autores que escriben en Rosario?

—MB: No sé si es una deuda; tampoco me gusta reclamar que nos miren desde Rosario. Me parece que es más complejo. Hay que reconvertir el andamiaje. Cuando una actividad social fundamental como el arte, la literatura, está tan determinada por el mercado, es el Estado el que tiene que intervenir, mediar entre esa demanda y la fortaleza o el capricho del mercado. Y, muchas veces, el Estado repite esta lógica endogámica. Por ejemplo, Argentina fue invitada al Salón del Libro de París en 2014. Fueron sesenta escritores y el ochenta por ciento eran porteños. Ese mismo año, pero en Guadalajara, volvió a pasar. De cuarenta escritores invitados, el ochenta por ciento eran porteños, y un colombiano que vivía en Buenos Aires. ¿Me vas a decir que no había una poeta rosarina para invitar? Pienso que la conformación del canon tiene que ver, en parte, con la construcción de una determinada forma estética en Buenos Aires, que siempre difiere de lo que pasa en el resto del país. Hace poco estuve en la Feria del Libro de Tucumán y hablaban de la disrupción, de la literatura disruptiva. ¿De dónde venía eso? De Aira, que en el medio de una novela hace aparecer un gusano gigante.

—Pensando en la obra de César Aira, ¿qué aportes hizo a la literatura y qué cosas son discutibles en su propuesta estética, narrativa?

—JN: Me parece que Aira está en la punta de la pirámide del canon. Tiene un montón de cosas que son valorables, y otras que a mí no me interesan tanto. La disrupción como motivo permanente en una obra no me gusta. No leí toda la obra de Aira; sería imposible, publicó más de cien libros. Pero, fundamentalmente, creo que no puede ser la única pauta que marque las posibilidades de la literatura. Podés hacer literatura corriéndote de la posición de Aira, y no por eso dejar de encontrar un lugar dentro del canon.

—MB: Aira hizo aportes, claro; no es un advenedizo, es un grosso. Tiene dos o tres libros que son maravillosos, y no solo en el terreno de la ficción. El ensayo sobre Alejandra Pizarnik no tiene igual. Ahora bien, me parece que se pondera demasiado el método, pero es el que él eligió. No me refiero solo a la disrupción, hablo también de la escritura mecánica; eso genera una obra despareja. Hay libros de Aira que son excelentes, y otros son decididamente malos. Pero como ha sido canonizado por la crítica —sobre todo por el claustro y, especialmente, el rosarino—, toda su obra pareciera estar aprobada. No se puede andar buscando a Deleuze en todas sus novelas o pensando qué encuentro en un gusano para justificar la calidad de Aira como escritor. Las buenas novelas de él hablan solas; Cómo me hice monja es un ejemplo. Pero El congreso de literatura me parece, directamente, una falta de respeto, sobre todo la segunda parte; porque, en la primera, la historia del Hilo de Macuto es una idea sólida.

—Quiero ir un poco hacia atrás y preguntarles por los escritores que los precedieron en Rosario y la región. ¿A quiénes leen?

—MB: En mi caso he leído mucha poesía rosarina; acá hay poetas extraordinarios. Aldo Oliva, Beatriz Vallejos, muchos. De los narradores históricos, he leído a Mateo Booz y a Rosa Wernicke; Las colinas del hambre, por ejemplo, es una novela fundacional. Crónica gringa, de Jorge Isaías, tendría que ser un libro canonizado. Cuando yo empecé a escribir, Isaías, D'Anna, Roberto Retamoso, fueron tipos muy generosos y abrepuertas con nosotros. Marcelo Scalona, que es de una generación intermedia, y está más cerca de nosotros que de ellos, también fue muy generoso. Entonces tengo una admiración por la obra, pero, también, un cariño muy especial hacia ellos. Me siento un privilegiado de haberlos conocido.

—JN: En mi caso tengo una formación mucho más vinculada a lo narrativo. No sé si siento una influencia muy grande, pero he leído a los autores rosarinos. No fueron lecturas consecuentes de muchos libros, fue algo más bien salteado. Pero he leído a Mateo Booz y a Rosa Wernicke. Leí un par de libros de Roger Plá que me gustaron mucho. Jorge Riestra tiene un par de libros que de algún modo te marcan. Dentro de la generación intermedia, conocí a Scalona y a Eduardo D'Anna, con quienes te podés sentar a tomar un café y hablar. Pero, en general, leí autores rosarinos que personalmente nunca conocí. A Riestra lo vi alguna vez, pero nunca hablé con él. Entonces, de algún modo, fue una relación de admiración más a la distancia.

—MB: Me había olvidado de Jorge, che. Jorge Riestra es como icónico, porque el tipo fue Premio Nacional de Literatura, siempre vivió acá en Rosario, y tiene una obra muy sólida...

—¿Rosario tiene un escenario literario propio?

—JN: Creo que sí, pero es un escenario en construcción, en conflicto y lucha permanente con el paradigma establecido que mencionaba Marcelo. A la distancia, me parece que Córdoba tiene un campo literario mucho más autónomo. Puedo estar equivocado, pero es mi visión. Creo que Rosario está tratando de construir algo similar. Aparecen nuevas editoriales, pero no alcanza solo con eso; hay muy pocas que hagan traducciones, por ejemplo. Habría que sostener ideas a lo largo del tiempo, se pueden hacer cosas de expansión desde la ciudad.

—MB: Coincido con Javier. Hay un escenario, pero en construcción. Me parece que falta amalgamar toda la cadena de producción de un libro. Tenemos que juntarnos para tratar los problemas de los autores rosarinos, las editoriales, los libreros. En ese sentido, creo que la gestión cultural provincial es muy diferente a la de Rosario; el Estado municipal no está presente en la gestión vinculada a la literatura. Hay que romper ciertas camarillas, democratizar y convocar a todos para armar un escenario propio y autónomo; son procesos que llevan mucho tiempo. La provincia ya asumió el problema, habría que imitar cómo lo hizo. En cambio, en la gestión cultural rosarina no hay soluciones, hay parches.

Fuente: La Capital