14 de mayo de 2020

Un argentino en la trinchera del coronavirus: “No vamos a poder salvar a todos los enfermos”

Se llama Carlos Alberto Guzmán, es rosarino, y es jefe de Vacunología de un prestigioso centro de investigación. Testea una vacuna intranasal para enfrentar a Covid-19.

De Rosario, Santa Fe, a Wolfenbüttel, Alemania, Carlos Alberto Guzmán recorrió mucha vida académica. Consultorios, universidades y laboratorios de varios países. Hoy, con 61 años, es un referente mundial en vacunas. Pero nada le da más satisfacción que ver a sus hijas, de 26 y 25, “entusiasmadas y enganchadas con Arquitectura y Derecho, las carreras que eligieron”.

“El camino de la vocación es un misterio. Ellas decidieron libremente: jamás traté de influenciarlas en lo que deseaban hacer. Sólo les dije que era importante para mí que pudiesen trabajar en algo que amaran, porque uno sólo puede ser realmente bueno cuando ama lo que hace”, dice Guzmán, que se recibió de médico en 1981 con diploma de honor (el promedio más alto de su camada) en la Universidad Nacional de Rosario.

Después tuvo el envión internacional. Ganó una beca para especializarse en microbiología y bacteriología en Génova, Italia; obtuvo doctorados y especializaciones en ese país y en otros; y en 1994 se mudó a Alemania, donde ahora es jefe de Investigación en Vacunas del Centro de Estudios de Enfermedades Infecciosas Helmholz. Un lugar de excelencia.

La pandemia lo encontró trabajando en varios proyectos, entre ellos una vacuna contra el Chagas, que afecta a un millón y medio de personas en la Argentina. Como todos, se adaptó a los tiempos y exigencias del nuevo coronavirus. “A veces me tocan videoconferencias con más de 30 personas para poner en marcha nuevos proyectos de investigación”, comenta.

Como un Transformer, el Helmholz se convirtió en un lugar focalizado en Covid-19. Él, por ejemplo, está ocupado en lo que se conoce como “estudios de prueba de concepto” (destinados a saber si el tipo de vacuna que se está ensayando será efectivo) de un compuesto intranasal contra Covid-19.

Guzmán publicó más de 260 artículos en journals internacionales, es co-inventor de numerosas patentes internacionales y forma parte del selecto grupo del Consejo de los 100, que reúne a los máximos expertos en vacunas de la revista Vaccine. En síntesis, sabe.

Por su experiencia, ¿cuál de las vacunas que están en marcha tiene más chances de funcionar?

Es muy difícil apostar a una vacuna o tecnología en particular. Obviamente la primera que termine exitosamente su desarrollo clínico y sea aprobada, va a tener un ventaja sustancial. Los tiempos normales de desarrollo clínico son 10 años, pero en situación de emergencia o pandemia, es posible pensar en caminos más breves. Por eso las que han comenzado con los primeros ensayos clínicos podrían tener novedades de aquí a 18 o 24 meses. Sin embargo, ninguna agencia regulatoria aprobaría una vacuna que no se encuadre dentro de los requerimientos lógicos de seguridad y eficacia.

Las que se denominan como ARN mensajero (basadas en ácido ribonucleico) son las más disruptivas. ¿Es posible que lleguen a ser las primeras en estar listas?

Todos los sistemas tienen ventajas y desventajas. Vacunas inactivadas, atenuadas y de subunidad son las más tradicionales y quizás suenan como menos disruptivas, pero son generadas por procesos robustos y bien establecidos. Sus pros y contras son bien conocidos, hay un track-record en millones de vacunados que nos dejan claro qué tipo de respuestas inmunes podemos esperar. Respecto a las vacunas de ARN, considerando su simplicidad y rapidez de producción, podrían ser realmente atractivas en el contexto de pandemias. Pero hasta el momento no hay ninguna de ellas que haya sido aprobada para uso en humanos en el campo de la infección. Las nuevas tecnologías tienen que ser sometidas a procesos más férreos de control para verificar que sean seguras y efectivas: no se conoce cómo podrían funcionar bajo condiciones de vacunación masiva.

¿Este virus impone desafíos extra para encontrar una vacuna adecuada?

Primero: estamos enfrentando una pandemia por un virus nuevo. Los coronavirus son conocidos, producen enfermedades en animales y humanos. Tienen el potencial de cruzar la barrera de la especie. Saber eso ayuda, sin embargo hay una gran variabilidad de las características de cada virus a nivel de su transmisión, virulencia y severidad. El desarrollo de vacunas veterinarias (por ejemplo en aves y cerdos) nos ha enseñado que no es tan fácil desarrollar vacunas contra los coronavirus. Y en este, en particular, nos falta información sobre la respuesta inmune contra Covid-19. Por ejemplo, qué porcentaje de infectados (sintomáticos o no) desarrolla una respuesta contra el virus, cuánto durará esa respuesta, qué tipo de memoria inmune es estimulada, que correlación/asociación puede haber entre parámetros de respuesta inmune y protección, de qué manera pueden contribuir a la protección los anticuerpos pre-existentes contra otros coronavirus, saber si causará formas menos severas de infección con el tiempo, si mutará y se hará resistente a los mecanismos de defensa existentes o será reemplazado por otro coronavirus.

Mientras tanto, las medidas que se están adoptando, ¿ayudan?

No soy epidemiólogo o experto en salud pública. Lo que puedo decir es que actuar en forma enérgica y decidida frente a un agente infeccioso nuevo que se está diseminando en forma global  y causa cuadros clínicos severos es lo correcto.  Por supuesto que cada medida que se implementa está asociada inevitablemente con consecuencias positivas y negativas. El balance a nivel costo/beneficio tiene que ser sopesado por expertos e integrado en forma dinámica según la evolución de la pandemia. Y se debe actuar en función de esos cambios. Por ejemplo ahora, en la Argentina, que va hacia el invierno, la situación podría empeorar si el virus se disemina en zonas de viviendas precarias donde la población vive hacinada. Hay que evaluar y actuar. Sobre los efectos de las decisiones, ahora vemos operaciones quirúrgicas que se posponen, tratamientos médicos que no se llevan a cabo en forma apropiada, pacientes de otras enfermedades que no acuden a la consulta por temor al contagio, aumento de violencia y abuso a nivel familiar, aumento en el consumo de bebidas alcohólicas (31% en Reino Unido), suicidios, desempleo (más de 22 millones en los Estados Unidos), crisis económica y bancarrotas, hambrunas por venir, crisis de pareja por convivencia permanente forzada, futura reducción de recursos para el fisco por obvia reducción de recaudo de impuestos, etc. etc. Es esencial que el balance sea positivo para mantener ciertas medidas en marcha y que la situación no conlleve a un aumento inaceptable de infecciones.

Estamos así, y además sin terapias y sin vacuna.

Es un momento de replanteos para el futuro. Los gobiernos tienen que rediseñar sus políticas de inversión en estructuras de salud a mediano y largo plazo. El riesgo de emergencia de agentes infecciosos y pandemia no es nuevo, pero la mayoría de los países no estaba realmente preparada para esta situación. Por otra parte, mientras no haya terapias ni vacunas, tendremos que aceptar y convivir con la idea de que no se podrá salvar a todos. Por mi formación, pienso que un médico, ante todo, no debe causar un daño mayor a sus pacientes que su propia enfermedad. En un cierto punto, el médico tiene que ayudarlos para que decidan cómo y dónde desean morir con dignidad y permitir, si así lo desearen, que se despidan razonablemente de sus seres queridos.

 

Fuente: Diario Clarín