27 de abril de 2017

Rosario y el aire dulce de la tarde de provincia

Artículo de opinión por Daniel Gigena, quién recorrió la ciudad y pudo conocer más sobre su gente.

En una época (tal vez todavía hoy) se usaba la palabra provinciano para descalificar la obra o el pensamiento de una persona, sino a la persona misma. "Fulano es un provinciano", se decía. Mi padre había nacido en Córdoba y me cuidé siempre de evitar esa expresión antipática que, al final, no se me pegó. En una entrevista publicada en La pasión suspendida, Marguerite Duras afirmaba que otro narrador al que quiero tanto como a ella, el italiano Elio Vittorini, hubiera debido "desprovincializarse" para llegar a ser un gran escritor. Jorge Luis Borges, en un relato ambientado en Boston, había escrito: "Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní". ¿Qué habían querido decir? Intuía la respuesta pero no estaba de acuerdo con ninguno de los dos.

En Semana Santa viajé a Rosario a trabajar, quizás incluso a "descapitalizarme". Influenciado por las noticias de los medios de comunicación, temía encontrarme con una ciudad acosada por la inseguridad, esa contracara del prejuicio sobre la vida de provincias. Pero percibí algo diferente:

En una época (tal vez todavía hoy) se usaba la palabra provinciano para descalificar la obra o el pensamiento de una persona, sino a la persona misma. "Fulano es un provinciano", se decía. Mi padre había nacido en Córdoba y me cuidé siempre de evitar esa expresión antipática que, al final, no se me pegó. En una entrevista publicada en La pasión suspendida, Marguerite Duras afirmaba que otro narrador al que quiero tanto como a ella, el italiano Elio Vittorini, hubiera debido "desprovincializarse" para llegar a ser un gran escritor. Jorge Luis Borges, en un relato ambientado en Boston, había escrito: "Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní". ¿Qué habían querido decir? Intuía la respuesta pero no estaba de acuerdo con ninguno de los dos.

En Semana Santa viajé a Rosario a trabajar, quizás incluso a "descapitalizarme". Influenciado por las noticias de los medios de comunicación, temía encontrarme con una ciudad acosada por la inseguridad, esa contracara del prejuicio sobre la vida de provincias. Pero percibí algo diferente: una ciudad habitada con orgullo por los que viven allí. En Rosario hay discusiones públicas, debates y, como en cualquier localidad de la Argentina, desigualdad e injusticia. En las calles, varias personas duermen a la intemperie y en las peatonales los chicos venden pañuelos de papel o lapiceras para subsistir. En eso sí se parece a Buenos Aires. La pobreza es federal.

Una mañana desayuné en un bar con mesas que daban a una plaza seca, al lado de un centro cultural. Varios empleados municipales protestaban con pancartas en la puerta de la institución. Entregaban a los transeúntes un folleto que detallaba el motivo de la protesta. Muchas personas tomaban el papel, impreso de un solo lado, lo leían y conversaban con los empleados. Mostraban interés por la causa del reclamo. Después de pagar, salí rumbo a un museo de la ciudad que abría a la hora de la siesta. Me di cuenta de que había dejado el celular en la mesa dos cuadras después, cuando una chica que trabajaba en el bar me alcanzó el teléfono con una sonrisa. Creo que captó el asombro.

La costanera de Rosario

La segunda anécdota está protagonizada por una compañera del diario que dos años atrás se había mudado con su hija a Rosario. Alquilaron la casa de Buenos Aires para no tomar decisiones apresuradas. Cuando venció el plazo del alquiler, mi amiga ya no pensaba en regresar a la capital. No obstante, madre al fin, cumplió con su deber y le preguntó a la hija si quería volver. La chica, una adolescente, largó una carcajada y le preguntó a mi amiga si se sentía bien.

En la caminata le conté los cambios en la redacción del diario y ella me habló de sus nuevos colegas rosarinos. Ahora trabajaba desde su casa y escribía en los bares. Para mí ella siempre sería la que mejor había cubierto uno de los casos de violencia de género antes de que existiera la palabra "femicidio", cuando había investigado el asesinato de María Soledad Morales en la Catamarca de los Saadi. Cualquier decisión profesional que tomara estaría aprobada por mí (en silencio, porque nadie pedía aprobación).

Recién antes de despedirnos le pregunté cómo se sentía en Rosario y si extrañaba la vida que llevaba en Buenos Aires. Abrió bien grandes los ojos claros y sonrió. Después me respondió con un gesto amplio, que se parecía a un abrazo al entorno, a los desconocidos que paseaban y a mí. Señaló el río y el parque de la costanera del Paraná, donde otros, en soledad o en grupo, leían, tomaban mate o conversaban en el aire dulce de la tarde de provincia.

 

 

 En Rosario hay discusiones públicas, debates y, como en cualquier localidad de la Argentina, desigualdad e injusticia. En las calles, varias personas duermen a la intemperie y en las peatonales los chicos venden pañuelos de papel o lapiceras para subsistir. En eso sí se parece a Buenos Aires. La pobreza es federal.

Una mañana desayuné en un bar con mesas que daban a una plaza seca, al lado de un centro cultural. Varios empleados municipales protestaban con pancartas en la puerta de la institución. Entregaban a los transeúntes un folleto que detallaba el motivo de la protesta. Muchas personas tomaban el papel, impreso de un solo lado, lo leían y conversaban con los empleados. Mostraban interés por la causa del reclamo. Después de pagar, salí rumbo a un museo de la ciudad que abría a la hora de la siesta. Me di cuenta de que había dejado el celular en la mesa dos cuadras después, cuando una chica que trabajaba en el bar me alcanzó el teléfono con una sonrisa. Creo que captó el asombro.

La costanera de Rosario

La segunda anécdota está protagonizada por una compañera del diario que dos años atrás se había mudado con su hija a Rosario. Alquilaron la casa de Buenos Aires para no tomar decisiones apresuradas. Cuando venció el plazo del alquiler, mi amiga ya no pensaba en regresar a la capital. No obstante, madre al fin, cumplió con su deber y le preguntó a la hija si quería volver. La chica, una adolescente, largó una carcajada y le preguntó a mi amiga si se sentía bien.

En la caminata le conté los cambios en la redacción del diario y ella me habló de sus nuevos colegas rosarinos. Ahora trabajaba desde su casa y escribía en los bares. Para mí ella siempre sería la que mejor había cubierto uno de los casos de violencia de género antes de que existiera la palabra "femicidio", cuando había investigado el asesinato de María Soledad Morales en la Catamarca de los Saadi. Cualquier decisión profesional que tomara estaría aprobada por mí (en silencio, porque nadie pedía aprobación).

Recién antes de despedirnos le pregunté cómo se sentía en Rosario y si extrañaba la vida que llevaba en Buenos Aires. Abrió bien grandes los ojos claros y sonrió. Después me respondió con un gesto amplio, que se parecía a un abrazo al entorno, a los desconocidos que paseaban y a mí. Señaló el río y el parque de la costanera del Paraná, donde otros, en soledad o en grupo, leían, tomaban mate o conversaban en el aire dulce de la tarde de provincia.

 

 Fuente: La Nación