17 de marzo de 2020

Rosario y la solidaridad que salvó vidas en tiempos de epidemia

A lo largo de su historia, la ciudad superó crueles epidemias, entre ellas las de cólera a mitad de siglo XIX. Esta nota cuenta cómo se vivió aquel tiempo crítico, algo necesario hoy con la amenaza del coronavirus encima

Por MIGUEL ANGEL DE MARCO (H)

 

Rosario enfrentó a lo largo de la historia crueles epidemias y las superó con valentía y solidaridad. Una situación que se agravó en la segunda mitad del siglo XIX por la endeble presencia estatal en materia de salud pública debiendo la sociedad civil, a través de instituciones como la Sociedad de Beneficencia y el Tribunal de Medicina, y el concurso de los periódicos, coordinar las acciones ante la emergencia.

Este último aspecto fue quizás una de las claves para entender por qué en la gran epidemia de cólera de 1867 no causó en Rosario, a pesar de ser la puerta de entrada de los combatientes que regresaban de la Guerra del Paraguay, donde las tropas contraían el cólera, los índices de mortalidad registrados en las ciudades de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, por ejemplo. Viene bien recordar esta historia en tiempos en que el coronavirus amenaza nuestro modus vivendi y la solidaridad aparece como un arma fundamental para atravesar estos tiempos complejos.  

Elevada Rosario al rango de ciudad en 1852 y habilitado su puerto para las operaciones de ultramar carecía de hospital, por lo que las familias contribuyeron con sus recursos para dar nacimiento en 1855 al primer establecimiento de salud: el “Hospital de Caridad”, sostenido por la Sociedad de Beneficencia, cinco años antes de la puesta en funciones de la Municipalidad de Rosario. En él serían atendidos los heridos de las batallas de Cepeda (1859) y Pavón (1861), y a causa de la guerra. 


La incipiente ciudad que sin ser capital de provincia aspiraba por su vertiginoso crecimiento a ser capital política de la Nación no contaba con los recursos necesarios como para brindar servicios públicos acordes a la avalancha demográfica que significó saltar de 3.000 habitantes en 1851 a 20.000 hacia 1867.

La guerra

Dos años antes había estallado la denominada “Guerra del Paraguay”, y Rosario fue el cuartel de operaciones y aprovisionamiento de las tropas argentinas. El entusiasmo patriótico de centenares de jóvenes rosarinos (motivados por la noticia difundida por entonces de que ese país había invadido la provincia de Corrientes) permitió conformar en pocos días dos batallones, que se integraron a los cuerpos de línea y escolta del entonces presidente Bartolomé Mitre, y marcharon al combate. 

Volverían muy pocos… cayeron en las acciones de Yataití Corá, Sauce, Boquerón, Humaitá, Curupaytí y Lomas Valentina. 

Marcharon 1.164 hombres (sin incluir jefes y oficiales), volvieron 387. ¿Se comprende la sangría que significó la trágica muerte de 777 jóvenes en apenas cinco años para aquel “proyecto de ciudad”? Quizás cuesta dimensionar semejante grado de dolor y angustia experimentada por entonces entre aquellas familias. Qué decir el padecimiento de un Paraguay brutalmente esquilmado. 

La muerte llegó a Rosario también a través del flagelo del cólera. A partir del 15 de marzo de 1867 se registraron los primeros casos. Hay quien sostiene que fue importado del campo de batalla, de Humaitá y otros por el buque brasileño (aliado de la Argentina), “Teseira da Freitas”, que había partido de Río de Janeiro y al llegar a Goya, desde donde por la enfermedad se lo hizo regresar a su país, contagiando a su paso en Baradero, San Pedro, Rosario, etc. 

Mantener “los espíritus tranquilos”

Existía un Tribunal de Medicina (se trataba de profesionales elegidos entre sus pares), integrado por Mauricio Hertz, Francisco Riva, Vicente García, Juan Argento, y otros que comunicó al jefe político Saturnino Ibarlucea (la máxima autoridad local) que habían comprobado catorce casos fatales de cólera. 

Ellos recomendaron: “Tener el espíritu tranquilo y tratar de evitar las pasiones deprimentes, las emociones morales fuertes y las incomodidades de todo género… los vestidos serán apropiados a la estación para evitar los resfriados que son tan fuertes en esta estación, cuidando llevar aplicado al vientre, una banda de franela”.

Los que pudieron compraron los alcoholes anticoléricos y no faltó uno que a causa de su toxicididad, el licor “Le Rey”, fue prohibido por el gobierno provincial.

En el Hospital de Caridad se ensayó la siguiente cura: “Cuando le venía el vómito se le daba dos o tres cucharadas de aceite de comer o almendras, agua de manzanilla bien caliente y bien arropada para que sudase. Para los calambres se frota al enfermo con bayetas o trapos calientes y se procura que tenga caliente los pies y manos”.

Los primeros en presentar síntomas se produjeron entre los empleados de la Aduana que no pudo seguir funcionando. El cónsul inglés en Rosario, Tomás Hutchinson, tenía un consultorio médico (conocido como el Sanatorio de Hutchinson, quizás uno de los primeros establecimientos privados de su tipo) y fue colmado en su capacidad.

El gobierno de la provincia concedió dos mil pesos para establecer un lazareto de aislamiento, al que los vecinos aportaron alimentos y diverso tipo de auxilio. Se hicieron presentes allí los médicos Eugenio Pérez, Juan Bautista Arengo (que trajo la noticia que se estaban registrando casos fatales en la campaña, como en San Lorenzo), y el médico de un buque cañonero italiano “Ardita”, surto en el puerto.

La laguna de Sánchez foco infeccioso

“Ignorante de sus causas, la opinión pública vinculó a esa epidemia a la vieja laguna de Sánchez”, escribió el historiador Juan Álvarez, que recogió alguno de los datos aportados en esta nota a través de los expedientes de la Jefatura Política.

Dicha laguna se encontraba en lo que hoy es Plaza Sarmiento y Plaza Santa Rosa, y en épocas de lluvias sus aguas se extendían por siete cuadras. No se trataba de un lugar cuidado sino más bien un espacio abandonado. Algunos vecinos de la ciudad arrojaban desperdicios como si se tratara de un relleno. 


No es casualidad que muchos casos se dieran en los rancheríos cercanos a esa laguna, afectando primeramente a la clase más pobre y con menos posibilidades de aseo. Bañarse no era por entonces algo muy frecuente en la mayoría de la población.

Desaparecido el cólera a mediados de mayo, la necesidad de tomar alguna medida respecto a ese foco de contagio se diluyó hasta que en octubre, y teniendo en caso de que la peste aumentaba en Paraguay, el gobernador Nicasio Oroño tomó la decisión de expropiar los terrenos de la laguna y desagotarla, lo que no ocurriría de inmediato.

Medidas preventivas 

Por su parte el doctor Mauricio Hertz, del Tribunal de Medicina, teniendo en cuenta el inicio de una temporada de mayores temperaturas, dio el punta pie inicial de lo que serían prácticas preventivas: barrido, cremación de basuras, visitas domiciliarias, control en el expendio de carnes y sobre el agua que distribuían los aguateros. 

Aun no se contaba con sistema de agua potable y cloacas, y el agua se tomaba del río y era distribuida por aquellos. Y en un gesto admirable dijo: “Mientras dure la peste, pueden acudir a mi puerta todas las personas que soliciten auxilio”.

El gobernador Oroño nombró una comisión nombrada por los señores Lamas y Hunt (padre del que sería intendente de Rosario Luis Lamas) y reemplazado luego por Carlos Grognet, para que inspeccionaran los lugares más propensos al contagio y vigilaran la higiene. A tal fin se dividió la ciudad en cuatro secciones, y se recomendó a las familias que pudieran alejarse “al campo”.

Los doctores encargados de esas secciones fueron Juan Corradi, Vicente García, Manuel García, y Manuel Berdier.

El brote de cólera volvió meses más tardes antes de finalizar 1867 pero al parecer los vecinos ya con más experiencia adoptaron medidas de precaución. Se decidió preparar un pontón, especie de plataforma flotante para aislar a los enfermos, y se la ancló frente a la “Isla del Francés”, a la altura de la desembocadura del arroyo Saladillo. 

Las tropas que volvieron fueron trasladas a allí donde fueron atendidos por los médicos locales. Sin embargo… al tiempo se decidió marcha atrás con la medida porque “el cólera” ya estaba en la ciudad y poco se prevenía, aunque se utilizó para los casos más graves que llegaron de Corrientes.

Se advertía que mientras continuara la Guerra en el Paraguay, la amenaza del cólera continuaría. Cuando se conocieron las cifras de defunciones diarias del mes de diciembre en otras ciudades del país, el pánico se apoderó de muchos.

La ciudad sin gente en la calle

El profesor Oscar Luis Ensinck describió al respecto, en el primer artículo publicado en el N.1 de la Revista de Historia de Rosario, que dirigía Wladimir C. Mikielievich: “El aspecto de la ciudad era desolador, calles desiertas de público y hasta de soldados. Cuadras y cuadras con sus casas totalmente cerradas, algunas con sus moradores yaciendo en su interior sin vida. Todo el que podía huía con su familia al campo en un intento desesperado de escapar al morbo, corriendo el peligro entonces de los indios que acechaban en las cercanías de la ciudad”.

Cuenta a su vez, tomando, como fuente al periódico “El inválido argentino”, de Buenos Aires, que los lectores accedieron a esta información: “Los brasileros tienen hospitales flotantes y los cadáveres son arrojados al río… Los paraguayos también arrojan cadáveres al río. Don Juan Carlos Gómez calcula los cadáveres de la guerra en 30 mil, más 10 mil caballos… la atmósfera saturada de veneno es traída a nuestras ciudades por los vientos del Norte que han reinado”.

Fue en esa instancia donde la experiencia previa de la dirigencia y el vecindario de Rosario, paso obligado de tropas y enfermedades desde la Revolución de Mayo, fue puesta a prueba y los decesos diarios no alcanzaron la gravedad del resto del país. Los periódicos jugaron un importante papel porque había qué explicar de que se trataba esta enfermedad y cómo actuar.

Las muertes que se evitaron

En Buenos Aires, con sus 180 mil habitantes se detectaron 50 mil casos de cólera en 1867, y falleciendo aproximadamente 1.600 personas (algunos especialistas especulan a falta de registros que esa cifra fue tres veces mayor). En Córdoba, con 34.450 habitantes hubo 2371 muertos documentado y en Rosario, con 20.000 habitantes, 420, en el mismo período.

Las ciudades de Buenos Aires y Rosario acusaron el impacto y aceleraron las gestiones para proyectar obras de saneamiento y los cálculos para establecer el sistema de aguas corrientes, y la aparición de los Consejos de Higiene.

De este primer brote de cólera en el país no se dispone de los datos e información de los que se dieron en las últimas dos décadas del siglo XIX, que permitieron deducir que la mayor mortalidad se daba en los barrios desprovistos de agua potable y en las barriadas con menores ingresos. 

La sociedad rosarina, sus médicos y los escasos funcionarios públicos con que se contaba en una provincia cuyos gobiernos no asumían como responsabilidad estatal prioritaria la atención de la salud pública, dieron un ejemplo de colaboración y cooperación.

Muy bien destacó Agustina Prieto: “El cólera fortaleció sensiblemente la valoración social de la profesión médica en momentos en que el tribunal de Medicina libraba una dura batalla contra el curanderismo. Sapiencia, abnegación desprendimiento, amor al prójimo... la prensa no escatimó adjetivos para calificar a los héroes de la jornada, especialmente a Hertz y a Hutchinson”.

Es justo recordar la decidida acción del jefe político Martín Ruiz Moreno, los concejales y los médicos como Francisco Riva, merecedor de una medalla de gratitud de parte de la ciudad, y que fuera recordado con una plaza y una calle.

Estos son algunos nombres de aquellos sacrificados hombres y mujeres que enorgullecen la tradición solidaria y humanista de nuestra querida Rosario.

(*) El autor es Investigador del Conicet, miembro de la Academia Nacional de la Historia y del Instituto Nacional Belgraniano. 

Fuente: Rosario3.com