6 de septiembre de 2020

Alberto Demiddi: el campeón de casi todo al que una derrota obsesionó el resto de su vida

Un rosarino por adopción. Campeón del Mundo, Panamericano y Europeo, cometió el pecado de salir segundo en los Juegos Olímpicos de Munich de 1972. Y jamás se lo perdonó.

Fue el mejor remero de su época. Le decían La Máquina porque superaba a todos con holgura. Campeón del Mundo, Panamericano y Europeo, cometió el pecado de salir segundo en los Juegos Olímpicos de Munich de 1972. Y jamás se lo perdonó: “Me molestaba mucho perder, no disfrutaba de los triunfos”. Murió joven, a los 56 años.

Le decían La Máquina. Un apodo poco original pero preciso. Los otros, sus competidores, parecían humanos. Él era un mecanismo perfecto que no fallaba. Su ritmo de paladas por minuto era preciso, invariable. Sólo una cosa podía modificarse. Podía, si las circunstancias lo requerían, aumentar su rendimiento. Porque era una máquina con un corazón descomunal.

El remero Alberto Demiddi fue campeón argentino, sudamericano, panamericano, europeo y mundial de Single Scull. Además obtuvo dos medallas olímpicas.

En las pocas entrevistas que concedió se definió como un tipo jodido. Seguramente lo fue. No aceptaba dobleces ni él ni en los demás. Esa fue su fuerza vital: no doblegarse, ir siempre por más, superarse en cada intento. Y sabía que nada de eso se daba mágicamente. Para conseguirlo entrenaba todos los días de su vida, se cuidaba y peleaba por mejorar las condiciones para desarrollar su deporte.

Decía lo que pensaba y actuaba en consecuencia. Sus broncas son memorables. Pero esa fuerza vital la volcaba primordialmente en la pista de remo. No era amable ni simpático con los desconocidos. Decía que era el mejor.

Tenía razón.

Alguna vez declaró: “Yo no soy humilde, es difícil serlo cuando lo que uno se propone es ser el mejor del mundo”.

El remo es un deporte duro. Por lo tanto era ideal para Demiddi. Hijo de un buen nadador de aguas abiertas, Alberto también se dedicó a la natación un tiempo. Hasta que bien entrada la adolescencia se volcó al remo. Su maestro y primer entrenador fue Napoleón SiIverio. Como todos los que empiezan, Demiddi ocupó un lugar en un bote colectivo. Duró poco, casi nada. Lo de él no eran los deportes de conjunto. No podía hacer que lo demás pusieran lo mismo que él. La intensidad suya era casi imposible de igualar. Y de soportar. El destino natural fue el single scull, el bote de un solo remero.

Medía 1. 83 mts de altura y pesaba 80 kilos. Era hincha de Newell´s. Además de entrenar, trabajaba. Primero como empleado del Banco de Comercio de Rosario y después como supervisor de ventas de Coca Cola; aunque solía conseguir licencias que le permitían viajar a participar de las diferentes carreras.

En 1969 había salido campeón europeo. En esa competencia (que por el nivel de participantes se asimilaba a un mundial) derrotó a aquellos que lo habían superado en México 68. Demiddi siempre perseguía a los que le habían ganado, ese era su horizonte. Ser mejor, derrotarlos.

La tapa de Clarín del 7 de septiembre de 1970: Demiddi campeón del Mundo.

Tenía mucha ilusión para el mundial de 1970. Pero al acercarse la fecha todo se fue complicando Su bote sufrió una avería. Debieron mandar a construir una nuevo. El arribo se demoró por un problema logístico. Y Demiddi sólo pudo entrenar con él dos días antes de la competencia. El bote era diferente, más largo y más pesado. Su desplazamiento en el agua difería del anterior. Las condiciones no eran las mejores. A eso se sumaba el calor. Los remeros debieron enfrentar los 2000 metros con 40 grados de temperatura. El primer cuarto de carrera fue disputado. Después se desprendió en la punta el soviético Malishev. Demiddi apuró para no perderle pisada. Pero Malishev se fue desinflando hasta terminar quinto. El argentino aumentó el ritmo y triunfó con cierta holgura. En esa final estaban todos los grandes contendientes y él los superó.

El 6 de septiembre de 1970, hace cincuenta años, en Saint Catherine, Canadá, Alberto Demiddi consiguió lo que siempre había buscado, el objetivo para el que tanto había trabajado. Su obsesión se convirtió en realidad. Era el mejor de todos, no había otro que lo pudiera superar. Se coronó campeón del mundo.

La llegada a Ezeiza fue apoteótica. Una pequeña multitud lo esperaba en las terrazas. Pero lo primero que hizo fue saludar a su mamá (“¿En qué piensa cuando rema?”, le habían preguntado. “En mi mamá, ella siempre está conmigo en el bote”).

Al regresar con el título del mundo fue convocado por el presidente de facto Marcelo Levingston. Entre felicitaciones y saludos, Levingston lo “retó”. Le dijo que tenía las patillas demasiado largas en tiempos en que las preocupaciones capilares abundaban. Con cara de pocos amigos, Demiddi le respondió: “Mire que San Martín también las tenía, eh”.

Llegó a los Juegos Olímpicos de Munich 72 con una gran ilusión. Su bote era óptimo. Su preparación inmejorable. Era su tercera participación olímpica (había obtenido el bronce en México 68 y un cuarto puesto en Tokio 64). A esa experiencia le sumaba un presente esplendoroso.

La expectativa en el país era enorme. Se tenía conciencia de que Demiddi representaba casi la única posibilidad cierta de medalla para la Argentina. Logró que la opinión pública centrara su atención sobre un deporte ignorado hasta ese momento. José María Muñoz, el principal relator de fútbol, transmitió en directo la final olímpica.

El remero multicampeón Alberto Demiddi fue plata y bronce en los JJOO

Apenas iniciada la final el soviético Malishev partió en punta. Demiddi no se preocupó. Había competido contra él varias veces y a mitad de la competencia, a los mil metros, se derrumbaba. El año anterior lo había vencido tres veces.

Pasados los quinientos metros, Demiddi comenzó a preocuparse. El ritmo del soviético era sostenido. No daba señales de desfallecer. Las paladas del argentino aumentaban de ritmo. Su bote se acercaba al de Malishev. Después de los mil metros la lucha por el oro sólo era entre Demidddi y el soviético. El argentino se acercaba. Un bote de distancia, medio bote, unos pocos centímetros. Suena la chicharra. Ambos botes pasan la meta. Malishev profiere un grito hondo, aterrador y se desvanece en su bote. Demiddi suelta los remos y agacha la cabeza. Ha obtenido el segundo puesto, la medalla plateada. Él no lo ve de esa manera. Siente que ha perdido. Que esa es su peor derrota.

Esa noche escribió una carta que publicó la revista El Gráfico en su siguiente número:

“Hoy quiero averiguar dónde está el cementerio más cercano, para patear lápidas y tumbas durante algunas horas, y si me caigo por ventura en alguna fosa abierta, mejor que mejor. Hoy había un tipo que anduvo mejor que yo, que me encontró con un estado físico superior al de otros años, que no obstante me ganó sin atenuantes. Esto es lo que me quema por dentro y me destroza el corazón. Si al menos hubiese tenido la oportunidad de atribuir mi derrota, como una orza desviada, una colitis, un golpe muscular, o una partida en falso, quizás habría de donde tomarme para no sentir esta horrible depresión. Pero me ganó bien, aguantando palmo a palmo toda la pequeña diferencia que me descontó a partir de los 500 metros. Cuando llegó un segundo y fracción antes que yo, vi que dio un grito ahogado que le salió del alma, y que traslucía claramente su estado de ánimo y toda su felicidad. Creo que por sobre todas las cosas, el ansia de revancha satisfecho al cabo de 2 años donde lo había superado en 3 o 4 oportunidades, y no era para menos, porque la oportunidad la merecía con creces, aunque no obstante pienso que especialmente en esta ocasión, yo la merecía mas que él. Después, muchas actitudes de la gente aquí presente desde las tribunas, porque jamás oi ovacionar a un perdedor, (y esto no me lo va a quitar Malishev) que estuvo junto a mí, con las palabras justas en el momento crítico, hicieron las veces de sedante, porque hasta cierto punto, logré tragarme un bocado tan duro y amargo. Ahora, son las 3 de la madrugada y estoy solo en mi habitación. Han pasado 20 minutos de la pausa anterior en la que estuve hincado sobre la máquina de escribir divagando un poco. La pucha que bravo es todo esto Malishev. Te juro, no sabés como quisiera volverte a correr ahora mismo y borrar... borrar todo el dìa de ayer”.

Algunas derrotas signan una existencia entera. Le impiden al protagonista desarrollar su carrera posterior independizándose de aquella frustración. Todo lo que realiza está regido por el prisma de aquella jornada desgraciada. A muchos de ellos es el público el que no les permite alejarse de esa derrota. La derrota deportiva se convierte en un drama personal. Todo lo que hagan después de esa caída, será para borrarla, para exorcisarla.

En los momentos de grandes triunfos no se lo veía especialmente exultante. Estaba tranquilo, satisfecho, hasta aliviado. No lo obsesionaba la victoria. Lo que no lo dejaba vivir era la derrota.

“Me molestaba demasiado perder. Nunca disfruté mucho de los triunfos. En ese sentido, mi carrera deportiva fue bastante desgraciada. Fue herencia de papá. Es más fácil perder y preguntarse: ¡qué fue lo que me pasó!, pero esas cosas suelen olvidarse cuando uno gana”, dijo.

A lo largo de su carrera ganó casi todo lo que disputó. Campeonatos argentinos, sudamericanos, europeos, el título del mundo, dos regatas Henley, tres medallas doradas panamericanas y dos olímpicas (además de un cuarto puesto, a los veinte años, en Tokio 64) pero en ese momento él parecía no recordarlo, parecía que no le importaban los pergaminos pasados.

Con la casaca del Club de Regatas la Marina
 

Tuvieron que pasar cuatro Juegos Olímpicos para que Argentina obtuviera otra medalla olímpica. Poco le importó a Demiddi. Nadie le iba a hacer cambiar lo que pensaba. Para él fue una derrota.

Luego de Munich persiguió a Malishev por todo el planeta. Pero el soviético casi no volvió a competir. Demiddi quería vencerlo, demostrar que todavía podía hacerlo. Durante dos años fue su móvil principal. Malishev era su obsesión. Necesitaba enfrentarlo, derrotarlo. Seguía entrenando día a día. Pero su eje se había modificado. Su objetivo era vencer al que lo había derrotado. Ya no intentaba ser el mejor del mundo.

Dos años después, luego de veinticuatro meses de persecución infructuosa, decidió retirarse. Y se convirtió en el mejor entrenador de remo. A su nueva actividad llevó todas sus características anteriores: su implacabilidad, su honestidad, su fortaleza, su obstinación.

Le preguntaron sobre las causas de su retiro. Contestó seco y sincero como siempre: “La venganza jamás es una buena motivación”.

Alberto Demiddi murió el 25 de octubre del 2000 debido a un cáncer de estómago. Tenía 56 años, una esposa, cinco hijos varones, un carácter horrible, prestigio y mucha gloria deportiva detrás.

Fuente: Infobae