14 de julio de 2020

Rosario, ciudad de amigos

El historiador Miguel Carrillo Bascary ilustra en palabras cómo comenzó a forjarse esta característica de la ciudad. Desde las aventuras de los niños hasta los encuentros en las numerosas y polifacéticas pulperías.

Rosario es lugar de encuentro, no de ahora, desde siempre. Sabemos que la ciudad comenzó a formarse en torno la pequeña capilla de Nuestra Señora del Rosario que estaba en el mismo lugar donde hoy esta la iglesia Catedral. En su derredor se fueron levantando los primeros ranchos, donde sus pobladores recibían con hospitalidad a quienes habitaban en las estancias y puestos de la zona contigua, el Pago de los Arroyos. Allí, al terminar la misa, se reunían, compartían novedades, los jóvenes soñaban con amores y los mayores armaban sus negocios. Casamientos, bautismos, sepelios, todo contribuía a nuclear a esos hombres y mujeres que comenzaron a formar la que hoy es nuestra ciudad. 

 

Los niños de las primeras casas concurrían a la única escuela, donde su cura párroco prestaba asistencia espiritual. No eran muchos estos privilegiados, aunque nada pagaran por su instrucción. La cultura de la mayoría llegaba a las operaciones matemáticas más básicas y a los saberes que exigía la vida cotidiana, que iban adquiriendo de oídas y por los golpes de la vida. No era fácil. Sin embargo, el estilo de vivir permitía grandes aventuras para los chicos: trepar a los árboles; pescar en el rio; “domar” terneros; andar a caballo; cazar algún bicho; robarse fruta en la quinta del vecino; jugar a las guerras; sacar punta a un palo; quizás remontar un barrilete; como vemos, los chicos de entonces llegaban a la noche bastante cansados. Todo fomentaba una gran camaradería y cimentaba amistades para siempre. Eso sí, la despreocupación duraba poco, tempranamente debían colaborar en los trabajos paternos. ¿Las mujercitas?, no la tenían tan fácil, ya desde sus primeros años participaban activamente en las labores de la casa, siempre eran pocas las manos en aquellos tiempos.

El censo de 1763 indicó que en Rosario solo vivían unas 250 personas; en 1801 sumaban 400; escasísima población para tamaña región. Hacia 1812, vino el entonces coronel Belgrano con sus tropas, con el objetivo era levantar dos baterías defensivas que impidieran los saqueos realistas. Su presencia causó conmoción; los recién llegados eran casi tantos como los pobladores. Las familias principales se esmeraron por alojar a los oficiales y todos debieron prodigarse para atender la alimentación de los soldados. La recepción fue cálida; plena; amistosa; como se deduce de los documentos de época.

La Capilla del Rosario, era el informal nombre del poblado que, por supuesto no era ciudad, ni siquiera villa, contaba con poco más de setecientos habitantes que vivían en unas 131 casas y ranchos, levantados entre las hoy calles San Juan; San Martín y la costa del río; aproximadamente. Todo giraba en torno a la capilla y la plaza actualmente llamada “25 de Mayo”; un amplio espacio sin árboles, donde paraban las carretas antes de seguir para Sata Fe o Córdoba. Al río se accedía por la hoy bajada Sargento Cabral; donde amarraban decenas de canoas y alguno que otro barquichuelo. Esta cercanía favorecía el contrabando con que los criollos intentaban eludir el férreo monopolio del imperio español.

El mar verde de la pampa que rodeaba a Rosario estaba salpicado de estancias y puestos, donde esforzadas familias sobrevivían ocupadas en la explotación ganadera; esto les permitía obtener cueros, sebo y criar mulas, que formando grandes tropas se arriaban periódicamente al Norte para satisfacer las necesidades del Alto Perú. La agricultura tenía escasísimo desarrollo; prácticamente para auto subsistencia. El número de quienes vivían en la campaña puede estimarse en unas 4.300 personas; quienes necesariamente debía concurrir a Rosario con cierta asiduidad; para acceder a las prácticas religiosas; pagar los impuestos; comprar; vender y, también, para usar de servicios especializados de los que no se podía contar en la inmensidad de los campos. La actividad comercial del Rosario de 1812, cuando en sus barrancas nació la Bandera nacional, era bastante variada; había zapateros; albañiles; carpinteros; sastres; un broncero; un jabonero y hasta un sombrerero. No olvidemos al cura y maestro.

Un aserradero y un pequeño molino prestaban invalorables servicios. Un escribano certificaba las transacciones mayores. Curiosamente Rosario estaba libre de abogados, algo lógico, ya que no había tribunales. Tampoco médicos, el barbero solía ser requerido para cuestiones de salud; particularmente la extracción de dientes y muelas; dicho esto sin perjuicio de los curanderos, de los que seguro había varios, aunque nadie declaró al censo esta ocupación. Para atender los partos intervenían las inefables comadronas.

Hasta acá señalamos que al comenzar el siglo en que nació la Patria, Rosario se caracterizaba como un muy pequeño pero activo centro de servicios que concentraba las relaciones de la comarca aledaña. Un perfil que se asemeja al actual que lo tiene como el corazón de una gran zona de influencia. Lamentablemente, el censo no entra en detalles sobre las ocupaciones de muchos de aquellos rosarinos. Varios tendrían propiedades en las inmediaciones y casa construida en el poblado. Quince se declararon comerciantes, a ellos cabe sumar a María Catalina Echevarría, a quien la tradición atribuye hospedar a Belgrano y coser la primera bandera; quien atendía la tienda de su padre adoptivo, el españolísimo Pedro Tuella, fallecido meses antes.

La mayor parte de las transacciones se realizaba en las pulperías donde la población tenía a su alcance los productos e insumos de uso cotidiano: alimentos; perfumes; telas; herramientas; vestidos y enaguas para las damas; aperos; útiles de labranza; velas; azúcar; yerba; sogas; tabaco; sal; ponchos; etc. La disponibilidad de fiambres y quesos, daba para compartir las consabidas picadas. En vísperas del Día del Amigo 2020 hay otro detalle significativo que tempranamente acredita a Rosario como ciudad de la amistad. Nos hace saber el censo, que en aquel Rosario de antaño existían nada menos que trece, cantidad inusitada para las quince manzanas que ocupaba la pequeña población. ¡Casi una por manzana! Cifra que posiciona al ramo como el principal motor de la actividad mercantil.

Estos negocios eran verdaderos centros sociales, donde se jugaba a las cartas; se tocaba la guitarra; se difundían las noticias, se hacían negocios y, por que, no, se intercambiaban chismes. En las pulperías de encontraban los amigos, simplemente para pasar un rato juntos y donde era posible hacer nuevas relaciones, vaso de caña de por medio, seguramente. También en ellas los paisanos se echaban un trago antes de volver al campo y donde los hombres concurrían al terminar la jornada de trabajo. 

Este es el rasgo principal que nos permite reafirmar que Rosario siempre fue un lugar de encuentros, de amigos; la ciudad de la amistad.

 

Por Miguel Carrillo Bascary | Historiador

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