21 de septiembre de 2020

Los otros esenciales: historias de los voluntarios que trabajan en el centro de aislamiento

Son unos 60 empleados municipales, la mayoría estudiantes, abogados o profesores de educación física, que se anotaron para ser destinados allí.

Como muchos por estos días, Valeria Aguiar habla de sus “dos vidas”. La primera transcurre en el verano, coordinando las actividades culturales que se realizaban en los barrios de la ciudad. La segunda empezó en marzo, cuando recibió un mail de la Municipalidad invitándola a integrar equipos para atender la demanda generada por la pandemia.

“Contesté que sí sin dudar”, dice después de una larga jornada de trabajo haciendo la admisión de los pacientes con Covid-19 en el centro de aislamiento del parque Independencia. Su “otra vida”, la que empezó después de marzo y que se vuelve más vertiginosa a medida que en Rosario aumentan los contagios de coronavirus.

Las más de mil camas alineadas, vacías e impolutas, de los edificios del Hipódromo y la ex Sociedad Rural fueron una de las primeras imágenes “made in Rosario” de la pandemia. El centro de aislamiento montado en “tiempo récord” volvió a ser noticia la semana pasada, cuando los inmensos pabellones se empezaron a poblar para dar alivio a los hospitales públicos, tensionados por el aumento de la demanda de personas con complicaciones producidas por el Covid-19.

Unos 60 empleados municipales mantienen con vida el espacio que ocupa casi dos manzanas en el parque más antiguo de la ciudad. Todos fueron seleccionados a través de una convocatoria a voluntarios. Y aunque reconocen que están al frente de una tarea “completamente impensada”, le ponen el cuerpo con entereza. La responsabilidad, el compañerismo y también el humor, dicen, son sus mejores aliados.

Aguiar (40 años, estudiante de la Licenciatura en Gestión Cultural) es una de las primeras caras que ven las personas que llegan al centro de aislamiento derivadas de los hospitales, centros de salud o de los operativos del programa Detectar, que se realizan con objetivo de diagnosticar en forma temprana la enfermedad y evitar nuevos brotes. Lo de “ver” su cara es sólo una forma de decir, su rostro más bien se adivina, enmarcado por la capucha del mameluco blanco y detrás de dos barbijos y una máscara protectora.

Ella sí puede ver los rostros de los pacientes, algunos afiebrados, decaídos, resignados, marcados por la enfermedad y los recursos necesarios para hacerle frente. La mayoría llega hasta allí no porque su estado de salud demande cuidados especiales, sino porque sus condiciones de vida no les permiten cumplir con el aislamiento en su hogar. “Nuestro trabajo es contribuir a que su enfermedad sea lo más llevadera posible. Ya que tienen que transitarla fuera de sus hogares y apartados de su familia, tenemos que hacer que éste sea un lugar amable”, asegura.

Allá lejos

Cuando se formó el Comando de Operaciones de Emergencia del municipio (COE) y se proyectó el centro de aislamiento y los manuales de procedimiento para cada una de sus áreas, el Covid-19 era un virus que llegaba en los aviones. En los días ganados a la enfermedad en las fases más estrictas del aislamiento, se acondicionaron los edificios, se formaron los equipos de trabajo y se capacitó al personal, a través de talleres con epidemiólogos, infectólogos y especialistas en gestión de riesgo.

A excepción de los médicos y enfermeros que trabajan en los pabellones, la mayoría de las personas que todos los días se mueven por el centro de aislamiento no son personal de salud. Son trabajadores de cultura, profesores de educación física, estudiantes, abogados, técnicos, entre muchos otros oficios y profesiones. A pocos se les hubiera ocurrido tener un papel protagónico durante una pandemia. Pero allí están desde hace seis meses y saben que la película recién comienza.

“Cuando empezamos con los cursos, sentía que me estaban preparando como para ir a Malvinas”, recuerda Valeria con una sonrisa y, más seria, destaca la capacitación permanente a la que acceden, el compromiso del grupo humano y la fluida comunicación e información que reciben sobre la situación de la epidemia.

Los resultados, dice, están a la vista. “Hace tiempo que estamos trabajando con personas que tienen diagnóstico positivo, pero ninguno de nosotros se enfermó. Varios estuvimos aislados algunos días, pero ninguno se contagió”, destaca y si bien afirma que en esos momentos “el miedo nunca desaparece, se puede enfrentar con conocimiento, con confianza y con el uso de los elementos de protección”. En eso, advierte, “es imposible relajarse”.

Dos por uno

El trabajo en el centro de aislamiento está milimétricamente organizado por “burbujas”. El término empezó a ganar prominencia porque fue una de las estrategias implementadas por Nueva Zelanda en la gestión de la pandemia. Se trata de mantener los contactos sociales siempre dentro de un mismo círculo, de forma que si alguno de los integrantes del grupo se infecta resulta más sencillo acotar los contagios. Por eso, cada una de las áreas en las que se dividen las tareas en el centro: admisión, salud, seguridad, logística, alimentación y mantenimiento, por ejemplo, tienen por lo menos dos coordinadores y dos equipos de personas que trabajan en horarios y días diferentes. De esta forma, si alguien se enferma y sus compañeros necesitan aislarse, la tarea no se detiene.

Los días que no está haciendo la admisión de los pacientes que llegan al centro de aislamiento, Aguiar participa de los operativos del plan Detectar. Casa por casa recorre las calles de los barrios más vulnerables buscando personas que puedan tener síntomas de Covid-19. Sus compañeros hacen lo mismo.

“No paramos”, señala con una sonrisa, pero reniega de que se los retrate como “ejemplos” ni mucho menos como “héroes” o “valientes”. Son trabajadores, dice, y están donde se necesitan.

 

No pensamos hasta cuándo estaremos acá

Juan Manuel Etcheveste (39 años, a dos materias de recibirse de abogado) dice que no es rencoroso. Pero todos afirman que para pasarla bien en el centro de aislamiento es mejor llevarse bien con él. El “vasco”, como lo conocen todos, está a cargo de una de las áreas más importantes del lugar: la cocina.

El comedor del centro de aislamiento funciona en el mismo espacio que antes de marzo ocupaba la cantina de los estudiantes del Instituto Superior de Educación Física Nº 11. El comedor estudiantil ahora aloja a los pacientes en los horarios destinados para el desayuno, el almuerzo, la merienda o la cena.

En el edificio, vidriado y lleno de luz, hay lugar para 140 comensales que actualmente alcanza y sobra. Pero ya se dispuso una carpa anexa para duplicar la capacidad del lugar y cumplir con varios turnos de comida.

“Cuando proyectamos el espacio lo hicimos pensando en su máxima capacidad de ocupación”, destaca Etcheveste y afirma que prefiere no pensar cuándo ni cómo llegará ese momento. “Cuando empezamos a trabajar pensábamos que los contagios iban a crecer en forma acelerada y que el pico estaría muy cerca. Después, a medida que empezamos a convivir con la pandemia, vimos que en el mundo eran más las incertidumbres que las certezas en torno a la enfermedad. Ahora ya dejamos de pensar en qué pasará dentro de una semana, nos ocupamos del día a día y de estar preparados para que, si se llenan las 1.200 camas, estén las condiciones para asistir a todos los pacientes. Ya no pensamos hasta cuándo estaremos acá. No me planteo si será hasta noviembre o hasta marzo del año próximo. Estaremos lo necesario”, señala.

De los Sudamericanos de Playa a los mamelucos blancos, sin escala

En marzo de 2019, Javier Ferrini y Guillermo Gutiérrez estuvieron a cargo de la logística de los Juegos Sudamericanos de Playa. Durante nueve días diagramaron los movimientos de unos 2 mil atletas de 14 países. Vivían al aire libre, entre competencias de vela, canotaje o futbol, vóley y rugby playa.

“Ahora todo eso parece muy, pero muy lejano”, dice Ferrini desde el depósito del área de logística del centro de aislamiento, donde no hay arena ni brisa de río, sino montañas de toallas y sábanas blancas; pilas interminables de cientos, o quizás miles, de envases plásticos con los elementos de higiene que se entregan a los pacientes; dispensers de alcohol, pulverizadores y productos de limpieza. Todo, en cantidades mayúsculas.

Entre ese depósito, y otro más grande que funciona en la carpa de la ex Rural donde el Cirque du Soleil presentó el tributo a Soda Stereo y ahora se guardan camas y colchones, transcurre desde marzo la vida de los dos profesores de educación física, que hasta hace seis meses coordinaban el área de deporte federado del municipio, donde se organizaban eventos como los mundiales de Hockey o Rugby M20.

Ferrini reconoce que nunca imaginaron estar tras bambalinas de una pandemia. “Cuando nos convocaron a colaborar no sumamos inmediatamente, porque estamos convencidos de que en estos momentos hay que colaborar con lo que corresponda”, dice.

De la logística depende hasta el más mínimo de los detalles del trabajo en el centro de aislamiento. “Tenemos que estar atentos de que cada paciente tenga las sábanas, toallas y elementos de aseo para su estadía, de que a ninguno de los trabajadores le falten barbijos o guantes, ni un cafecito o un mate cocido en los momentos de descanso”, describen.

Todas esas cosas son igual de importantes, afirman mientras repasan cada uno de los pasos que se ponen en movimiento, aún en las tareas más domésticas, como cuando se lleva la ropa de un paciente a la lavandería.

“Como a todos, la pandemia nos cambió la vida. Desde el día cero estamos trabajando y dejamos de tener reuniones familiares o encuentros con amigos. Toda la gente que trabaja acá está dando lo mejor que puede, lo estamos haciendo desde marzo y ahora nos llegó el momento de salir a la cancha y demostrar cómo jugamos”, concluye.

 

Fuente: La Capital